miércoles, 31 de mayo de 2023

¿Una Gran Casualidad?

Hace años, leí un libro en unas circunstancias muy particulares de mi vida: apenas tenía trabajo, los pocos clientes que me quedaban no pagaban lo suficiente para costear los gastos elementales de la familia; a mi esposa recién, diagnosticada con un adenocarcinoma invasivo, se le había practicado una mastectomía radical con vaciado de ganglios y estaba en la etapa de los tratamientos de quimioterapia y radioterapia, con todos los costos que ello implica. En esa situación particular de mi vida, repito, leí un libro cuyo título no revelaré pues no es mi intención hacerle publicidad a quien lo escribió sino a Quien lo inspiró o, quizás debería mejor decir, a Quien lo dictó.

El caso es que el tal libro, en tales circunstancias, produjo en mí un cambio de actitud y comencé a pensar verdaderamente en el poder creador del pensamiento y en el poder de acción de la palabra; y, a partir de ahí, las cosas comenzaron a fluir a otro ritmo; el camino comenzó a hacerse más liviano. Mi software para registro, inventario y catalogación de obras de arte, en otro tiempo muy utilizado por algunos importantes museos del país, pero ya en desuso, de repente se vendió a una importante institución bancaria, con una colección de arte tan poco importante, hay que decirlo, que no ameritaba un software para su catalogación. De hecho, sé de buena fuente que nunca llegó a utilizarse. Este fue uno de los grandes eventos –hay quien le diría casualidades- que se dieron para hacernos el camino más llevadero.

Sucedió que una tarde noche en la que mi hija regresaba de la universidad, un bolso en el que traía todos los cuadernos con los apuntes que durante meses había estado escribiendo para su tesis de grado y las notas de estudio para un examen que debía presentar al día siguiente, por descuido se quedaron en el asiento del bus. Se dio cuenta al llegar a casa. Su teléfono móvil, que nunca llevaba en ese bolso, “por casualidad”, también estaba allí. Al enterarme y sentir la desesperación de la niña, interpelé a Dios. No renegué de Dios ni le reclamé nada, pero lo interpelé diciendo cosas como - ¿y ahora? ¿dónde quedó aquello de que el pensamiento crea cada instante, día tras día, nuestro presente? ¿acaso quería mi hija perder sus apuntes, no poder estudiar para el examen de mañana, perder tanto trabajo necesario para su tesis de grado? ¿fue su pensamiento lo que creó esta realidad? Y pensamientos por el estilo, basados en toda esa cantidad de cosas en que no hacía mucho había comenzado a creer.

Pasaron menos de cinco minutos. El teléfono fijo de la casa sonó.

En una ciudad en la que todos andábamos con 8 ojos para ver lo que viene por arriba, por abajo, por delante, por detrás, izquierda y derecha, porque nunca se sabe por dónde va a venir quien te va a robar. En esa misma ciudad donde nadie medianamente decente recoge un bolso en la calle por temor a meterse en un gran problema debido a lo que podría contener y, si alguien lo recoge, es con la intención de quedarse con lo que tenga de valor y deshacerse en la basura del resto. En esta ciudad, como para responder a mi interpelación, alguien encontró el bolso en el autobús, se tomó la molestia de abrirlo, llevarlo para su casa, encontrar el teléfono móvil, buscar en él un número al que supuso que podía llamar y llamar diciendo haberlo encontrado y dándonos una ubicación en la cual nos veríamos, media hora después, para recuperar todo lo perdido.

¡Una gran casualidad! me dirá usted, a lo cual sólo le responderé: Bien. Lo que usted diga. El pensamiento es libre.